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Novática 144 (Marzo-Abril 2000)

Sección: Sociedad de la Información / If
 

El bug del año dos mil

Nelson Verástegui

© Nelson Verástegui
 

24 de agosto de 1999

Jacques Le Breton dejó a sus viejos amigos en el bar de la playa cerca del puerto de Le Pouliguen un poco después de media noche ese domingo 2 de enero del año 2000. Más mareado que de costumbre por los demasiados coñacs que se había tomado, se subió en su bicicleta y recorrió las calles solas de su pueblo natal en dirección de su casa de piedra cerca de los acantilados de la punta de Penchâteau desde donde dominaba el balneario de La Baule y sobre todo, el océano Atlántico, que esa noche golpeaba con fuerza la costa en ese frío invierno. La casa vacía lucía con letras de hierro el nombre «Kerber» que el abuelo Pierre le había dado en bretón como juego de palabras: casa de piedra o casa de Pedro. Jacques dejó su bicicleta mojada en el garaje donde un viejo Renault Dauphine de colección dormía en silencio cobijado por una lona marrón. Se sacudió la gotas de lluvia de su gabardina amarilla, la colgó en un perchero del vestíbulo, cambió sus botas embarradas por unas cómodas chinelas de lana y empujó la puerta de entrada, que dándole la bienvenida chirrió pidiendo aceite.

Hacía diez años esperaba con ansia esta fecha fatídica desde que perdió su puesto de analista de sistemas en una gran empresa parisina tras haber sido comprada por una multinacional estadounidense que al reestructurarla suprimió muchos empleos. Él nunca aceptó que considerándose un trabajador ejemplar lo hubieran despedido después de tantos años de leales servicios. Era un experto veterano de los grandes sistemas, sobrevivientes de los años gloriosos de la informática centralizada y poderosa. Sus estudios de ingeniero de minas terminados al comienzo de los años sesenta no le fueron muy útiles para conseguir un buen trabajo en esa rama, pero le abrieron las puertas del mundo de las computadoras. Con mucho entusiasmo se convirtió en un experto del Cobol y de la programación en ensamblador. Conocía de memoria todas las instrucciones del lenguaje de máquina y podía descifrar complicados vaciados de memoria en código hexadecimal, ya que la aritmética binaria y la lógica booleana eran su pasión. Sin embargo, despreciaba los miniordenadores, los microordenadores, los Macintoshes y los PC que habían vuelto anticuado su saber, así fueran cien veces más potentes que las máquinas que antes usaba.

Esa noche no tenía sueño al llegar a la casa y la magnífica tormenta que empezaba a desatarse lo atraía a su balcón cubierto para contemplarla. Preparó un café bien cargado en la estufa que con leños de pino calentaba el hogar al mismo tiempo que lo llenaba de un agradable aroma. Encendió su pipa y en la penumbra, iluminado por intermitencia con los rayos y relámpagos, se sentó a contemplar el horizonte marino. Puso sus tobillos hinchados sobre un puf, mientras recuperaba una respiración menos agitada. Se rascaba impaciente su espesa barba blanca con deseos de subir a la buhardilla a prender su computadora tan pronto como la tormenta se alejara. Todo estaba previsto. Ese lunes 3 de enero cumplía sesenta años y el mundo entero se acordaría de él por mucho tiempo. Todo estaba planeado desde que dejó de trabajar y vino a recluirse en el pueblo de su infancia donde su padre farmacéutico y su madre enfermera lo habían mimado y guiado hacia los estudios universitarios, pues querían tener un doctor en la familia.

Diez años atrás no quiso buscar otro empleo, regresó a vivir con su madre y decidió gastar buena parte de su cesantía en material informático último modelo y libros sobre los nuevos sistemas operativos, lenguajes de programación y procesadores. Antes de que llegara la moda de la Internet, él ya estaba conectado al mundo entero desde su costa bretona no lejos de la desembocadura del Loira. Juró públicamente que había abandonado la informática y se dedico al jazz con su viejo grupo de amigos. Al verlo tocar los ritmos de la Nueva Orleans en las percusiones con los dedos llenos de dedales metálicos, nadie podría imaginarse que ese mofletudo casi calvo con gruesos lentes de miope y barba blanca conocía todos los secretos de las redes informáticas, del TCP/IP, FTP, HTTP, SMTP, Telnet, Finger, IRC, Ping, NTP, POP, SSL, SKIP, ISKMP, de los servidores de ficheros, de todo tipo de circuito electrónico y sobre todo, de los virus y trucos de piratas informáticos. A la muerte de su madre, mejoró sus ingresos de jubilado prematuro alquilando su casa durante la estación turística. El único rincón secreto y prohibido a todo el mundo era la buhardilla donde mantenía su tesoro tecnológico.

Esa noche desde su mirador sobándose su descomunal andorga pensó de nuevo en los relatos apasionados de su abuelo pescador acerca de las batallas navales que libraron en esa misma costa galeras romanas de Julio Cesar contra veleros de Vannes en el primer siglo antes de Jesucristo, ingleses contra franceses en 1759 o alemanes contra la flota anglocanadiense al final de la segunda guerra mundial. El reloj de péndulo dio la una y media de la mañana cuando la tormenta empezó a alejarse de la costa. Le Breton se levantó de un brinco y subió rápidamente a su escondite. Con la respiración corta y faltándole el aire, abrió con su mano zurda los dos candados que bloqueaban la puerta y vio en la penumbra su mascota que corría en una rueda metálica dentro de la jaula. Prendió la luz y los ojos rojos de su rata blanca lo miraron fijamente. Encendió su potente computadora que casi instantáneamente se dispuso a recibir órdenes. Las luces del módem se prendían y apagaban al conectarse automáticamente a la Internet y recibir los últimos mensajes del ciberespacio. Jacques abrió el programa de correo electrónico y comenzó a leer las misivas de la lista de discusión sobre los problemas informáticos del fin de milenio, mientras se aplicaba un masaje en el brazo izquierdo que últimamente le dolía con frecuencia, probablemente a fuerza de manipular el ratón de su computadora.

Durante el fin de semana y desde el 25 de diciembre no había habido mucha actividad, pero ese lunes a esa hora, ya el día laboral estaba bien avanzado en los meridianos de Nueva Zelandia, Nueva Caledonia, Australia, Japón y China. Comenzaban a manifestarse los primeros síntomas de mal funcionamiento. Varias personas informaron que los relojes de sus máquinas indicaban como fecha el 3 de enero de 1900 aunque las habían probado y certificado a prueba de ese error. Por más de que les cambiaban la fecha, al cabo de algunos minutos volvían a encontrarse un siglo antes. Se supo, por ejemplo, que los aviones y trenes del Japón y de Australia se habían detenido en todas las estaciones y aeropuertos antes de medianoche con la intención de partir de nuevo a la una y veinte de la madrugada y así calmar la ansiedad de los pasajeros. Sin embargo, los problemas informáticos les impidieron arrancar y todo el tráfico estaba paralizado. Mayuko Takasawa, jefe de la División de Sistemas de la Caja de Pensiones en Osaka, se había hecho el harakiri al enterarse esa mañana de que el sistema de pago a los jubilados que él había garantizado como infalible estaba bloqueado por errores de cálculo de edad de los afiliados que según la computadora no tenían derecho a pensión. La bolsa de Hong Kong no había podido comenzar sus transacciones ya que los valores de las acciones del día anterior no aparecían en las bases de datos. Los financieros del mundo que a esa hora estaban despiertos empezaban a dudar del estado de sus cuentas bancarias.

Le Breton sonrió con placer mientras abría una botella de champaña que había puesto en la heladera de su habitación para celebrar su cumpleaños y sus hazañas. Cuando empezó a urdir su plan una década antes, eran muy pocas las personas que se interesaban por el problema del año dos mil en el mundo de los ordenadores. Él desde hacía mucho tiempo había comenzado a corregir sus programas y enviar artículos a la prensa especializada explicando como evitar contrariedades. Nadie le puso cuidado. Después de su despido, decidió vengarse del mundo entero por la injusticia que, según él, estaba padeciendo. Dirigió algunos virus malvados contra la multinacional que lo echó, pero, aunque logró perjudicarla, esto no era suficiente para su espíritu rencoroso. Tuvo entonces la idea de preparar el supervirus durmiente Y2K que debería despertarse el 3 de enero y en otras fechas bien escogidas en todas las computadoras infectadas del mundo. Sería como lanzar un ataque bélico a un país precisamente a la fecha y hora en que se suelen probar las sirenas de alarma. Para lograr diseminarlo, creó previamente otro virus durmiente muy malvado llamado Melusine, lo instaló por infracción en varios servidores Internet de la Silicon Valley, al tiempo que lo denunciaba en el ciberespacio distribuyendo un programa corrector para neutralizarlo. Al cabo de sólo un par de días, las empresas vendedoras de antivirus comenzaron a incluir, con cada nueva entrega de sus cederromes limpiadores, el programa anti-Melusine que se habían apresurado a comprarle a Jacques. ¡Era su caballo de Troya! No sabían que así estaban introduciendo en todas las máquinas del mundo una brecha por donde se infiltraría el futuro virus Y2K. Cuando eso sucedió, unos cuatro años atrás, Jacques estuvo de parranda con sus amigos de la orquesta de jazz durante una semana completa como nunca antes lo había hecho y, claro está, sin que nadie entendiera el motivo.

Las horas pasaban y los mensajes de pánico seguían llegando al ciberforo de debate, cada vez, provenientes de países más cercanos a Europa. En los meridianos de Bangkok, Nueva Delhi e Islamabad nadie entendía la locura de los ordenadores. El sistema de acueducto de Pakistán estaba completamente paralizado y no llegaba el agua a ninguna casa pues el programa de control había calculado que el tiempo transcurrido desde el último mantenimiento era incorrecto y por medida de seguridad había cerrado automáticamente los depósitos de agua de las ciudades. Los cajeros automáticos de Tailandia no quisieron abrirse y la población entró a la fuerza a las diferentes sucursales bancarias para retirar su dinero. Las alarmas del metro de Calcuta se dispararon por errores inexplicables de división por cero en los programas de seguimiento del tráfico y miles de pasajeros se encontraban bloqueados en los túneles bajo tierra, mientras los equipos de bomberos trataban impotentes de extraerlos a toda prisa.

Alegremente, Jacques jugaba con su rata blanca, saboreaba una copa de champaña o seguía eufórico el ritmo con sus dedales metálicos sobre los platillos de su caja de percusión escuchando al clarinetista Sidney Bechet tocar Petite Fleur. El regordete, como lo apodaban sus amigos, era un hombre misterioso y contradictorio: alegre y silencioso, fiestero y secreto, terco y vengativo pero leal y servicial. Nadie le conoció un amor duradero después de que su novia de juventud se casó con su mejor amigo mientras él prestaba servicio militar en Argelia. Desde entonces decidió desconfiar de todas las mujeres y por ese motivo, vivía solitario después de la muerte de su madre.

Ahora tenía un dolor de cabeza persistente a pesar de haberse tomado dos aspirinas y una sensación de apretamiento en el interior del pecho se hacía más pertinaz. Recordó el menú de su última cena excesiva de esa noche: con el aperitivo, estuvo comiendo ostras y tomando whisky con hielo; de entrada, comió bogavante a la armoricana con un vino blanco muscadet de Nantes; el plato fuerte fue pernil de cordero con frijoles blancos acompañado de una vieja botella de tinto burdeos; no dejó de comer dos o tres trozos de queso azul con pan y vino; de postre, crepe de manzanas regada de coñac flameado con un vaso de cidra y para terminar, varios coñacs tras un café negro bien cargado. Estaba seguro de que había exagerado en su festejo, supuestamente con motivo de su cumpleaños pero en realidad como preludio a su gran travesura informática. Convencido de que se trataba de una indigestión más, decidió tomarse dos cucharaditas de bicarbonato de sodio mientras pasaban las horas y seguía recibiendo en su pantalla mensajes de Teherán, Moscú o El Cairo que reportaban las extrañas e inexplicables anomalías de los sistemas enloquecidos.

Un tal Toribio Cacho buscado por Interpol desde hacía varios meses debido a intrusiones en bases de datos de la CIA a partir del inseguro servidor atenea.lasalle.edu.co había sido detenido finalmente en la universidad de San Peterburgo donde estudiaba con una beca cubana. Esa misma noche, el fanático Sergei Sumaschedshii lo estranguló camino al aeropuerto acusándolo sin razón de haber adulterado los relojes de las computadoras rusas. Mohamed Abdul Abderrahim, ascensorista en el hotel Sheraton Montazah de Alejandría, trataba en vano de calmar a un grupo de turistas que estaban encerrados con él en el ascensor entre los pisos 12 y 13 por culpa de una falla eléctrica generalizada inducida por errores de cálculo en los ordenadores de la represa de Assuán. El pánico comenzaba a cundir por el planeta entero y algunos informáticos ya trabajaban de madrugada en la mitad del mundo en que todavía era de noche probando una y otra vez sus máquinas para asegurarse de que todo estaba en orden. La red Internet seguía funcionando perfectamente no sólo porque fue diseñada para resistir a los efectos de una guerra nuclear sino porque el virus Y2K preservaba de sus golpes a los principales nodos servidores de la multimalla mundial.

Jacques se había quedado dormido sin darse cuenta. El reloj dio las 8 de la mañana y un despertador sobre su escritorio comenzó a sonar. Le Breton abrió los ojos, calló el timbre y volvió a mirar la pantalla donde comenzaban a aparecer los primeros mensajes de Europa Occidental. Sentía vértigo pensando en los desastres que estaban ocurriendo. En ese momento pasaron por su mente todos sus sesenta años de vida, al mismo tiempo, empezó a ver todo doble y sintió de nuevo el fuerte dolor de pecho, pero esta vez no tuvo tiempo de hacer nada. Todo estaba previsto, menos que el mundo seguiría buscando una solución al bug del milenio sin enterarse de que el autor del virus Y2K, culpable de todo esto e inadvertido hasta el momento, acababa de morir sin poder saborear su victoria.
 

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