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Novática 133 

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Realidad Virtual 

David Ximenis

 

Inserto la tarjeta-llave en la ranura y el tablero de mandos cobra vida. Las agujas de los instrumentos se sitúan en posición y el indicador luminoso de energía sube hasta la señal de "máximo". Casi al mismo tiempo, el visor frontal se aclara y deja ver una panorámica nocturna de la pista de despegue, con la torre de control a un lado, brillante como una antorcha helada, y al otro, la hilera de hangares cuyos tejados en bóveda rechazan la luz de los faros y la envían hacia el infinito.

 

La pantalla de la computadora muestra las instrucciones para esta ocasión: proteger a un crucero mercante de la línea Ganímedes-Marte del ataque de las naves tarkianas, cuya presencia se viene detectando de un tiempo a esta parte en la región del Cinturón de Asteroides. Después, la máquina visualiza las coordenadas y una simulación de la trayectoria que debo seguir para alcanzar el objetivo en un tiempo óptimo, teniendo en cuenta el movimiento relativo del crucero respecto al punto en el que me encuentro: el asteroide XAS-5414.

 

Me llega un retumbar sordo, como el eco de una tempestad lejana: los reactores acaban de encenderse. A poca distancia, sobre el pavimento, otros cazas realizan los preparativos para el despegue, casi invisibles entre las nubes de vapor presurizado. Luego, la pista de hormigón empieza a deslizarse bajo mis pies, cada vez más rápido, y yo me aferro a los controles al tiempo que la aceleración me aplasta contra el asiento.

 

Mientras tomaba asiento frente al almirante, el semblante de Morice Vain, doctor en psiquiatría y empleado civil de la Armada, reflejaba una visible preocupación. No sabía qué razones podía tener el comandante en jefe de la Base para desear verle, si bien, a su juicio, la citación sólo podía obedecer a un motivo: dificultades con el personal de la Base, y más concretamente, con la salud mental de dicho personal.

 

-Veo en su cara que lo ha adivinado -dijo el almirante D’Arcy, un hombre alto, de unos sesenta años y modales autoritarios. Vain notó que, a pesar de lo avanzado de la hora, su uniforme azul de la Armada aparecía impoluto y sin una arruga-. Se lo diré sin rodeos: tenemos problemas. Problemas con las sesiones de Realidad Virtual.

 

A Vain le sorprendió lo que decía el almirante. Hasta el momento, las sesiones virtuales no habían ocasionado ningún contratiempo.

 

-¿Quiere usted decir que la RV está afectando de algún modo inesperado a los hombres?

-Sí, exactamente eso es lo que pretendo decir.

-Pero las pruebas no...

-... no pusieron de manifiesto efectos colaterales indeseables -completó la frase D’Arcy-. Tiene usted razón. Sólo que el periodo de pruebas duró un año y las anomalías se están presentando ahora, tres años después de la puesta en marcha definitiva del proyecto.

-¿En qué consisten esas anomalías? -inquirió el psiquiatra.

El militar reflexionó un instante antes de contestar.

-En pocas palabras: los hombres están empezando a abusar de las sesiones. Dedican cada vez más horas de su tiempo libre a la Realidad Virtual y sólo la abandonan a regañadientes. Una vez de vuelta en el mundo real se muestran irritables y díscolos, y su rendimiento, especialmente en combate, deja mucho que desear. Tanto es así, que en algún caso incluso hemos tenido que recurrir a medidas disciplinarias. -Tras una pausa, D’Arcy concluyó-: No soy psiquiatra, pero yo diría que estamos ante un... ¿síndrome de dependencia? ¿Es así como lo llaman ustedes?

 

Vain se rascó, pensativo, la cabeza. Las sesiones de RV habían sido concebidas como una forma de suavizar los rigores de la vida de los soldados en tiempo de guerra. Y lo cierto es que los resultados de las pruebas preliminares no podían ser más positivos: no sólo las sesiones eran inocuas, sino que los hombres se mostraban más relajados y receptivos de lo habitual después de cada sesión, más dispuestos a cumplir las órdenes y a dejarse la piel en el combate. En el informe final, el equipo de expertos que dirigía el proyecto -entre los que se contaban D’Arcy y Vain- había recomendado de forma unánime su utilización, seguros de que la RV sólo podía reportar beneficios. Era imposible prever que con el tiempo fuesen a aparecer efectos contraproducentes, efectos como los que acababa de describir el almirante.

 

-La verdad es que hasta hace algunos días -prosiguió D’Arcy- no le había prestado mucha atención al asunto, tal vez porque solamente se habían dado casos en la tropa. ¡Lo realmente preocupante es que el "síndrome" amenaza ahora con extenderse también entre los oficiales! Consideremos, por ejemplo, al capitán Mankevic, un hombre con una inmejorable hoja de servicios, varias condecoraciones de guerra, un futuro ciertamente prometedor... Y a pesar de todo, ahí lo tiene: convertido en un pelele por culpa de la RV. -El almirante movió la cabeza tristemente-. Se niega a entrar en combate, ¿sabe? Mankevic es un oficial de la Armada; por mucho que nos duela, nos veremos obligado a acusarle de traición.

 

D’Arcy volvió a mirar con fijeza al psiquiatra. Luego carraspeó y dijo:

 

-Doctor, es muy importante averiguar qué está pasando con la RV. La guerra está atravesando un momento crítico. ¡No podemos permitirnos el lujo de perder a nuestros mejores hombres!

Vain, comprendiendo lo que se esperaba de él, respondió:

-Prepáreme una entrevista con el capitán Mankevic. Veré lo que puedo sacar en claro.

 

Hemos llegado justo a tiempo. El visor frontal muestra la imagen del enorme crucero espacial moviéndose lentamente sobre el fondo de estrellas. Todo parece tranquilo a no ser por el pequeño enjambre de luces que revolotea cerca del morro y por los ocasionales estallidos luminosos que indican que una descarga tarkiana ha acertado en el blanco.

 

Me zambullo en el centro del enjambre. La imagen del crucero aumenta vertiginosamente de tamaño y empiezo a distinguir los detalles de la superficie. Los puntos luminosos se transforman por efecto de la cercanía en esferas amarillas erizadas de espinas negras, naves enemigas que dejan de hostigar momentáneamente al crucero para lanzarse ávidas sobre nosotros. Activo el escudo de energía justo a tiempo para neutralizar la descarga que me propina una de ellas. Compruebo el nivel de energía disponible, que empieza a descender peligrosamente. Me he librado por los pelos. El indicador de energía sólo detiene su caída cuando desactivo el escudo y vuelvo a quedar indefenso. Una esfera de Tarkus, tratando de eludir el acoso de uno de los nuestros, se adentra inadvertidamente en el área de alcance de mi desintegrador. Apunto, aprieto el botón disparador y el visor estalla en un millón de estrellitas azules, al tiempo que un triángulo amarillo -el primero- se ilumina sobre mi tablero de mandos.

 

El comedor había sido amueblado con gusto, al viejo estilo de las casas de campo del norte de Europa. El capitán Mankevic, un hombre alto y moreno, de aspecto juvenil, no era el único ocupante del sofá de tres piezas ubicado en un extremo de la sala. Junto a él había una mujer rubia, muy hermosa, que mantenía casi siempre la vista clavada en el suelo, aunque a veces alzaba sus enormes ojos azules para dirigir al capitán una mirada cargada de ternura y comprensión. De una de las piezas contiguas llegaban las onomatopeyas de despegues, aterrizajes y luchas entre naves espaciales que profería un niño de cuatro o cinco años enfrascado en sus juegos.

 

Vain, instalado en un sillón frente a la pareja, decidió abrir el fuego:

-Capitán, ¿sabe por qué estoy aquí?

-Por supuesto, doctor -contestó Mankevic con una amable sonrisa-. Tiene que ver con mi decisión de no volver al servicio, ¿verdad?

El psiquiatra asintió con la cabeza.

-Y en esa decisión suya -dijo-, ¿qué papel juega la Realidad Virtual?

El capitán se encogió de hombros.

-No tengo por qué ocultárselo. Quiero dedicarme en cuerpo y alma a las sesiones virtuales. Eso no me va a dejar mucho tiempo para la guerra, ¿no cree?

-Ya. Pero las sesiones...

-Las sesiones no son reales. No se moleste, doctor, ya sé que la RV no es real. ¿O acaso cree que estoy loco? -Se interrumpió de repente para luego, en tono burlón, añadir-: Claro que usted es psiquiatra. Su visita no tendría sentido si pensase que estoy cuerdo.

-Voy a serle franco -dijo Vain-. No creo que haya perdido el juicio, sino más bien que sufre un extraño tipo de dependencia. ¿Ha considerado esa posibilidad, capitán?

-¿Yo, adicto a la RV? -A Mankevic pareció divertirle la idea-. Se equivoca, doctor. Mis razones son de otra índole. Estoy harto de esta estúpida guerra, ¿entiende? ¡Harto! Pero gracias a las sesiones uno puede olvidarse de todo: muertos, enemigos, destrucción... absolutamente de todo. -Hizo una pausa y luego concluyó, tajante-: Las sesiones son la única cosa realmente gratificante que uno puede hacer aquí.

 

El oficial asió la mano de la mujer y ésta le respondió esbozando una breve y triste sonrisa.

 

Vain contempló reflexivamente a la pareja: empezaba a entrever la raíz del problema. Mankevic no estaba loco; lo que decía era, hasta cierto punto, razonable. Y sin embargo...

 

Regresamos a la Base después de haber limpiado la zona de basura alienígena. En mi tablero de control lucen siete pequeños triángulos, tantos como naves de Tarkus he destruido. Es una magnífica media que me hará subir unos cuantos puestos en la clasificación. Desde luego, el juego se ha acabado para dos de nosotros: Boccanera y López. El primero has sido alcanzado de lleno por la descarga de una esfera enemiga y su nave se ha desintegrado. López ha agotado su energía demasiado pronto y le hemos visto perderse a la deriva en dirección al espacio profundo.

 

Mi propio indicador de energía disponible está muy bajo, pero creo que me dará para llegar sin problemas a la Base. De hecho, el asteroide XAS-5414 ya ha aparecido en el visor frontal; su tamaño aumenta rápidamente, como una piedrecilla de perfil irregular que alguien hubiese arrojado contra mí.

 

Tres horas después, Vain descansaba plácidamente recostado en el sillón y hasta se había permitido encender un cigarrillo. Había vencido. Mankevic estaba inclinado hacia delante, con el rostro enterrado en las manos. Derrotado y, sin embargo, curado.

 

No había sido difícil, pensaba el psiquiatra. La cuestión casi se había resuelto por sí sola gracias a una frase que había dicho el capitán: "Ya sé que la RV no es real". En apariencia se trataba de un comentario sin importancia, pero Vain se había percatado enseguida de que en esa concatenación de palabras estaba el meollo de todo el asunto.

 

La conclusión de Vain era que Mankevic sabía que, en efecto, la RV no era real, pero sólo de una manera consciente. Su inconsciente estaba convencido exactamente de lo contrario y el pobre capitán se hallaba en el punto de unión de dos fuerzas invisibles que tiraban de él, cada una en un sentido, amenazando con desgajar su personalidad. La frase del capitán "Ya sé que la RV no es real", pronunciada casi sin venir a cuento, simbolizaba la lucha del consciente por imponerse al inconsciente, una batalla que el primero tenía perdida de antemano.

 

Como buen militar de carrera, Mankevic poseía un carácter firme y pragmático que le había hecho acoger las explicaciones de Vain con una sonrisa incrédula; incluso se había encogido de hombros ante la posibilidad de ser acusado de traición. Pero su aplomo había empezado a debilitarse en cuanto el psiquiatra le había hecho notar que en el calabozo no se le permitiría disfrutar de las sesiones virtuales.

 

Una vocecita aguda cortó el hilo de los pensamientos de Vain.

-¡Papá! ¡Papá, mira mi dibujo!

 

El pequeño atravesó corriendo la estancia y se plantó delante del capitán y de la mujer rubia. Su manita blandió una hoja de papel ante los ojos de Mankevic. El militar, con el rostro aún congestionado a causa de la conversación que acababa de mantener con el psiquiatra, asió el papel y contempló el dibujo. Era la representación infantil de una escuadra de cazas terrestres hostigando a un grupo de esferas amarillas de Tarkus.

 

Vain se había levantado del sillón y contemplaba la escena en actitud expectante. Al comprobar que el semblante de Mankevic se iluminaba de satisfacción y orgullo paterno, supo que corría el riesgo de que las últimas tres horas no hubieran servido para nada, conque se apresuró a aplicar al capitán un tratamiento de shock.

 

Fue hacia la pared, cerró los ojos, contó hasta cinco y accionó el conmutador que desactivaba la Realidad Virtual.

 

El mundo real osciló ante los ojos de Vain provocándole un ligero mareo. Salir de esa manera de la RV no era aconsejable y por eso la transición acostumbraba a efectuarse cuando los sujetos estaban dormidos... si bien en esta ocasión el psiquiatra esperaba que el trauma hubiera servido para provocar cierta reacción en el capitán.

 

Se despojó del casco generador de sensaciones y se levantó de la camilla en la que había estado tendido durante toda la sesión, cuidando de que la escasísima gravedad no le lanzara por los aires. En la camilla contigua, un Mankevic terriblemente mareado forcejeaba con su casco sin conseguir librarse de él. Tal como el médico esperaba, la transición había pillado al oficial desprevenido. Vain le ayudó a quitarse el casco y luego le sujetó mientras se incorporaba. Apoyado en el brazo del psiquiatra, el capitán luchaba por controlar las violentas arcadas que retorcían su estómago.

 

-Doctor... -dijo cuando estuvo suficientemente repuesto para hablar-. Quiero darle las gracias. Me ha hecho comprender. He... he sido un estúpido.

 

El almirante D’Arcy les aguardaba en el exterior de la Sala de RV. Al verle, Mankevic realizó un patético intento de cuadrarse militarmente. Su torpe ademán, combinado con la falta de gravedad, le hizo perder el equilibrio; afortunadamente, su mano derecha tropezó con un asidero en el momento oportuno, aunque eso no evitó que se pusiese en evidencia.

 

-Vaya a su cabina y duerma un poco, capitán -ordenó el almirante en tono severo-. Le quiero en condiciones para el servicio dentro de cuatro horas.

 

D’Arcy y Vain siguieron con la mirada el tambaleante avance del capitán hasta que éste se perdió tras un recodo del pasillo. El civil dijo:

 

-Le diré lo que está mal en las sesiones, almirante. Son demasiado vívidas, demasiado realistas. Recuerdan a los hombres los viejos buenos tiempos en la Tierra, todo aquello que perdieron hace años y que tal vez no recuperarán jamás. ¿Sabía que ese oficial, Mankevic, tiene ahí a su familia? -Vain señaló la Sala de Realidad Virtual-. No podemos permitir eso. Hay que reprogramar las sesiones para que los hombres se convenzan de que la única verdadera realidad es la guerra con los tarkianos y este maldito asteroide en el que estamos todos presos.

 

Los dos hombres se habían detenido junto a un amplio ventanal de vítrex, desde el que se dominaba la totalidad de la base militar que la Armada Terrestre había establecido en el asteroide XAS-5414 al inicio de la guerra con los alienígenas de Tarkus. La luz de la torre de control seguía reverberando silenciosamente en los techos abombados de los hangares y en el fuselaje de las pequeñas naves, inmóviles sobre la pista de despegue.

 

Aterrizamos. La vibración cesa y el tablero de mandos se oscurece, sumiendo la cabina en una penumbra que a duras penas logra hendir la luz de las estrellas. Recupero mi tarjeta-llave, abro la cabina y salto fuera de la nave. Floto entre nubes de gas presurizado hasta que el clac me anuncia que las suelas de mis botas se han adherido al asfalto magnético. Mañana, o quizás pasado, entraré de nuevo en servicio. Ahí arriba, la amenaza tarkiana acecha detrás de cada estrella, pero no importa: hasta entonces me sumergiré en la Realidad Virtual y olvidaré, olvidaré...