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Grupo de Lengua e Informática

BARRA A

o

El problema de la corrección lingüística.



 

Discurso panfletario, prepotente e insultante, pronunciado ante el espejo de su cuarto de baño el día diecisiete de junio del año de mil novecientos noventa y nueve, por su autor,


Lluís Hernàndez i Sonali,

(Que lo había traducido previamente del catalán)



Señoras y señores: 

Esta fórmula, seguida a menudo de la tópica "seré breve", ha servido para empezar, desde el siglo pasado, aquellos mensajes muy protocolizados, dirigidos a un público colectivo que solía emitir, leyendo en voz alta, un conferenciante escondido tras un alto podio.

Lo de "señoras" aparece en la fórmula en primer lugar a partir de la misma filosofía con que se permite que sean ellas las primeras (con los niños, claro) en saltar a las aguas heladas desde los barcos lujosos que se hunden, o por la misma razón que obligaba a los señores a dejar su asiento en el autobús a las señoras (lo digo en pasado porque como vivo en un pueblo sin autobuses no sé si aún se sigue predicando aquella vetusta norma).

Es una norma, por tanto, de cortesía: de relaciones sociales. No es una norma, por tanto, lingüística. Cuando los fabricantes de champán catalán asumieron que no podían seguir envasando champán y se inventaron el término cava y propusieron a la sociedad que sustituyera una palabra por la otra, no estaban estableciendo una norma de la lengua, ni proscribiendo del diccionario la palabra champán: estaban pidiendo (a veces con malos modos) un cambio social de comportamiento.

Los cambios lingüísticos, a través de mecanismos que la lengua tiene muy bien lubricados, domesticados y conocidos, los genera la propia lengua cuando se la deja sola, en libertad y no se la mezcla en disquisiciones que tienen muy poco que ver con ella. Y la lengua, que funciona, suele ofrecer soluciones mejores que las propuestas por espontáneos y voluntariosos hablantes. El ejemplo del señoras y señores no nos vale ahora, pero sí el segundo, el de las mujeres y los niños primero: no hace falta decir las mujeres, las niñas y los niños, primero. La lengua, enfrentada desde hace mucho al problema de tratar en un único vocablo los colectivos formados por personas (o entidades) de diferentes sexos o de diferente género gramatical, ofrece suficientes soluciones; una característica que suele ayuda a identificar una solución lingüística correcta es la transparencia o la invisibilidad: ni el hablante ni el oyente, si todo va bien, tienen que llegar a percibir la artificialidad del tratamiento; o, dicho al revés, si se nota la adaptación, es que la adaptación no funciona, de manera que queriendo silenciar lo obvio, lo resaltamos.

Pero naturalmente, no estaría yo escribiendo este papel si el problema no existiera, o si el problema no se hubiera planteado. Suele pasar que aparecen de vez en cuando guerreros en ocio dispuestos a hacer suyas batallas ajenas, caballeros andantes en busca causas nobles que defender. Y ahora han descubierto que el lenguaje es sexista, que el lenguaje es discriminador, que el lenguaje es racista.

Y, por tanto, hay que cambiar el lenguaje.

(Y nuestro caballero andante se lanza al ataque, en solitario, o siguiendo la senda marcada por otros más audaces que le abren camino.) (Naturalmente, no les frena en su ansia el pequeño detalle que solo saben de lengua lo que sabe un hablante: ya saben bastante.) (Si seguimos por este camino vamos a tener que reconocer a los árboles, que saben crecer muy bien, conocimientos científicos sobre biología y sobre el crecimiento de los árboles; o vamos a tener que aceptar que un usuario sufrido de W95, que todavía no ha entendido (ni falta que le hace) la diferencia entre la RAM y el disco duro nos enseñe a configurar la conexión TCP/IP o nos defina él solito la estructura de las tablas de una base de datos relacional...) Y es que las piedras y las manzanas saben caer, pero no saben física (y no creo que puedan llegar a aprender), y los hablantes saben hablar, pero no saben lengua (y no creo que puedan llegar a aprender a no ser que primero admitan que no saben).

Sigo: Y, naturalmente, puesto que hay que cambiar el lenguaje, armados de la osadía del ignorante que ignora su propia ignorancia, lo cambian. De golpe, a la brava, armados de leyes, de normas, de sustituciones y de perífrasis. Que hay que añadir una nueva letra, o dos, al abecedario, la añaden, por supuesto impronunciables, como quien añade postulados a la geometría, o nuevas cifras (el once, el doce) a la base decimal; y no lo hace por la vía lenta, experimental, anárquica y aleatoria con que la lengua va cambiando, sino que lo hace de hoy para ayer, imponiendo mutaciones por la vía de los hechos consumados, con el mismo sentido de iluminación profética con que los planificadores planificaban el devenir de la economía en la fría Rusia soviética.

El problema fundamental no es, tampoco, la ignorancia, sino el fanatismo. Nada hay contra el caballero que emprende una aventura justa con el mejor de los propósitos. Pero no tiene derecho, aunque lo ejerza, a interpretar, atribuyéndose en propiedad la valoración moral de la causa, a interpretar, digo, que todo aquel que rehuye unirse a su locura insensata se convierte en enemigo de la causa que él (mal) defiende. Y no admiten razones en contra, ni siquiera a favor, porque como ya tienen la razón, no necesitan razonarla.

Y dicen AMPA [Asociación de Madres y Padres de Alumnos] por no decir APA; y amigo/a [pronúnciese barra a], por amigos; hijas/os, donde quieren decir hijos; o soci@s por socios.

Y no les vale que expliques que la lengua es una manifestación de una cultura y de una sociedad, y que querer modificar la lengua, cuando lo que queremos modificar es la cultura, no sirve más que para dar coartadas a los que se niegan a modificar la cultura ("Hay que cambiarlo todo para que nada cambie", decía el cínico realista).

Pero no solamente es una cuestión de fanatismo; también se trata de igualitarismo. Como que la ley dice que "todos somos iguales ante la ley", algunos interpretan que "todos somos iguales"; y si hay que defender que todos somos iguales, como no lo somos, para que no se note, hay que esconder las diferencias, específicamente algunas diferencias.

"Yo" no puedo decir que soy más inteligente que "tú". Específicamente, yo no puedo decir que tú eres, aunque lo seas, tonto, o imbécil, o retrasado mental; es más, lo puedo decir menos contra más lo seas; y se aceptaría que lo dijera, siempre que se notara que tú no lo fueras. De hecho, algunos admitirían que yo insultara a otro llamándole subnormal, si no lo fuera: en cambio, me expulsarían a lo más hondo del hondo infierno si llamara subnormal, con ánimo de insulto y de ofensa, a alguien que lo fuera.

Y, por tanto, ya no puedo usar, sea con ánimo de insulto, sea con ánimo de precisión, ciego para referirme a una "persona con capacidad visual reducida"; no puedo llamar mongólico a una "persona afectada por el síndrome de Down"; ni calvo a una "persona enferma de alopecia crónica y degenerativa"; tengo que jugar al "tenis de mesa" con mis hijas cuando lo que quieren ellas es que juguemos al ping pong; y, por supuesto, tengo que decir que los compañeros negros del colegio de mis hijas son "afrocatalanes" o "afroespañoles" (han nacido en el mismo pueblo que ellas y han estado en África tanto como ellas, es decir, nunca). Claro que peor lo tienen los periodistas que tienen que decir "una conocida bebida refrescante" cuando todas las personas que no somos de su oficio podemos pedir cocacola, o incluso, una cocacola de la Pepsi.

Para que quede claro: la mayoría de las veces, llamar a alguien mongólico o subnormal es insultarlo, marginarlo, menospreciarlo. Pero también tiene que quedar claro que cabe la misma capacidad de insulto, de marginación y de desprecio en "persona con necesidades educativas especiales" o en "afectado por el síndrome de Down"; incluso más, yo diría que mucho más, dado que el insulto se complementa con la afectación pseudoculta del hablante. Claro que a lo mejor alguien puede llegar a creer que si yo no voy a aceptar, por ejemplo, que mi hija se case con un gitano (y tiene algún amigo gitano), voy a aceptar que se case con una "persona de etnia no-sé-qué".

Recuerdo muchas veces una cosa que leí de joven y que me dejó perplejo y admirado: decía el reportaje que el ejército rojo (el de la república popular china) había suprimido los galones de los uniformes, porque los galones eran (no recuerdo los términos exactos) reflejo del intolerable clasismo y desprecio occidental a las clases trabajadoras; lo que a mí me preocupaba era cómo lo iban a hacer los pobres soldados para saber a quién tenían que saludar, a quién tenían que obedecer. Y es que, naturalmente, no tiene ningún sentido (pero es una fardada de corrección política avant la lettre) suprimir los galones, marca de la jerarquía, si no se suprime también la jerarquía. Pero, ¿puede existir un ejército sin jerarquía?

Y es que, como la constitución nos reconoce a todos [Bueno, tengo mis dudas, porque la constitución dice que todos los "ciudadanos" tienen los mismos derechos... pero no dice nada de los que somos de y vivimos en un pueblo] los mismos derechos ante la ley, el primer requisito para poder perpetuar las diferencias es esconderlas. A mí, cuando oigo que un presentador en un acto populista introduce en el escenario al señor Felipe González con un "compañero Felipe", o cuando oigo aquello de "camaradas" [Todavía no he visto nunca escrito camarad@s, pero todo se andará], noto que alguna cosa, desde mis más profundas convicciones de izquierdas, se me revuelve en el estómago. Llamar "compañero" a quien ostenta, legal y democráticamente, un cargo de representación de importancia, es despreciar, de entrada, a los que han optado por esa persona para ese cargo. El presidente, el secretario general, el jefe, por definición, es diferente, tiene que serlo, de todos los demás: precisamente por eso, y no porqué sea mi igual, la ley me reconoce a mí los mismos derechos que a él. Hace ya (mucho) tiempo que me dedico a la enseñanza y he aprendido a temblar cuando una madre me dice que ella es la amiga de su hija: ¡No! Si es su madre, tiene que ser su madre, y ejercer como tal; no tiene que (no puede) ser su amiga.

El racismo, como el machismo, como el papanatismo, es cuestión de cultura. No, repito, no, es cuestión de lengua. Y querer plantear, como solución al racismo, al machismo, al papanatismo, soluciones lingüísticas es como el que se la coge con papel de fumar, y el de mejor calidad es de la conocida marca "hipocresía", también conocida, en tiempos de perífrasis ampulosas y gratuitas, como "lenguaje políticamente correcto".

Por fin: De todo lo que antecede, ¿se deduce que yo defiendo que no existe el problema o que la lengua (los usos lingüísticos) no tienen nada que ver con el problema? Claro que no: estoy diciendo que se trata de problemas culturales y de la sociedad; la lengua es expresión de la cultura, de la sociedad, y algo hay que hacer con ella.

¿Se deduce que yo entiendo que hay que prescindir de las buenas formas, que ya puedo seguir sentado y sin remordimientos en el autobús mientras una señora embarazada y con otro mocoso en brazos intenta aguantar, asida a la barra, un equilibrio precario y inestable? ¿Creo que puedo insultar impunemente a los enanos, a los maricones y a los subnormales?

No, y por eso, creo que tampoco puedo hacerlo revistiendo mis insultos y mis malas formas con modernas y atractivas pátinas de corrección.
 

Y, por tanto, creo que, también desde la lingüística, hay que hacer algo. Por ejemplo, y, en primer lugar, hablar, razonar. 

Y de trucos técnicos, de soluciones (mágicas, no), podemos hablar otro día. Como dicen en las novelas, 

Continuará.
 


 
 
Última actualización: 15 de noviembre de 1999 
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